Thursday, March 17, 2022

Hijos míos

Cada cierto tiempo descubro que no tengo hijos. Y lo digo así porque la mayor parte del tiempo paso adormecida, ausente, muchas veces desconectad. Ajena a todos, ajena a todo. Me alejo de esta realidad donde no me casé, donde mis hijos nunca llegaron, donde nunca los vi crecer, donde estoy solo yo. Mis libros y yo, es una imagen tan triste que casi me saca una lágrima.

Pero mi entumecimiento me mantiene controlada, me mantiene anestesiada. Estoy atada a una camilla de hospital, que es este mundo, y me mantengo con vida gracias al suero, que es la obtención de entendimiento, y gracias a mi respirador artificial, que es la divinidad. Estoy completa. Estoy completa. Solo me quitaron el vientre, no es gran cosa. Entonces ¿por qué sigo internada? ¿Por qué duele pese a toda esa anestesia? Los niños que cuido deben ser mis paseos al jardín, ficticias dada de alta donde me siento la madre que nunca fui. La madre que nunca fui, ni seré, porque me caen encima los años, y esos mis soñados, anhelados, amados bebés, se alejan más y más y su suave “mamá” se va transformando en un eco, cada vez más lejos, más bajo, y menos mío.

Mis hijos se desdibujan, desaparecen, se pierden... y yo los dejo ir. Porque siento que les he fallado, que me ha tomado demasiado tiempo, que he desgastado demasiado mis fuerzas, y no tengo nada que ofrecerles.

Hijos míos, su madre venció a la depresión. Ya no llorará y llorará para pesar suyo.

Hijos míos, su madre consiguió otro título, está más cerca del más alto.

Hijos míos, su madre encontró secretos, ya no está fijada en la superficie del circumpunto.

Hijos míos, su madre ya puede cuidarlos.

Hijos míos...

¿Hijos míos?

Mis hijos, señores, ¿dónde están mis hijos? ¿Alguien los ha visto? ¿Los han escuchado? Mis hijos que aun no llegan a este plano,

mis hijos que aun no se forman en mi vientre,

mis hijos que aun no ven con sus ojos perplejos este mundo.

Mis hijos, mis hijos amados.

Hijos míos, no sé que tan sabio de mi parte sería traerlos a este infierno.

¿Qué tan egoísta de mi parte sería darlos a luz solo para poder verlos?

Hijos míos, su madre aun no ha aprendido a lidiar con los dolores de este mundo.

Duerman entonces, duerman hasta que ella encuentre la manera de reencontrarlo, porque ni esta vida, ni ninguna otra me ha permitido olvidarlos. Los llevo aquí, en mi pecho, en mi inconsciente, que está consciente de que los tengo. Y de qué me tienen. Me tienen y siempre me tuvieron. Soy aquella que nunca dejo de buscarlos.






MiL

Tuesday, March 1, 2022

En el campo de batalla

Hicimos las maletas y nos fuimos de viaje. Al principio, estaba muy emocionada con todo lo que estaba pasando, después de todo, uno no se muda a un nuevo país todos los días. Me sentía protegida y segura, como siempre, cuando estoy con mis papás. Mis papás que aun no sabiendo una gota de inglés, ni teniendo idea de la geografía de Boston, ni de cómo funciona el transporte público, ni nada; me trajeron a Estados Unidos, me buscaron un apartamento, me llevaron a la Universidad, y me enseñaron cómo usar la metrovía. Cuando mis papás se fueron, algo dentro de mí se quebró; sentía que se iba con ellos gran parte de mí, parte por la que me dedicaría a llorar los años siguientes.

Pensé que ya sabía lo que era vivir “por cuenta propia”, que haber vivido cinco años a tres horas de mi ciudad bastarían como entrenamiento. No tome en consideración que por cinco años enteros regresé a mi ciudad cada fin de semana, lleve a lavar la ropa a mi casa siempre, pase todos los Domingos en familia, y que nunca me faltó comida ni dinero. En Ecuador, estuve siempre bajo el resguardo de mis padres: resguardo físico, económico, emocional, psicológico, y espiritual. No sabía lo que era vivir sola en realidad, y todo lo que mi razonamiento infantil había considerado como independencia hasta entonces, no había sido más que una ilusión.

Había entrado en el campo de batalla sin protección alguna, sin un verdadero entrenamiento, sin previo aviso, y sin nada con qué defenderme. No sabía qué hacer, pero ya no tenía un punto de retorno tampoco. Me recuerdo a mí misma, una tarde de Octubre del mismo año, escribiéndole a mi madre que quería volver a casa, que no quería estar más en este país; y estaba cansada, triste y me sentía sola. Mi mamá me dijo que tenía que aguantar un poco más, y que en Diciembre volvería a casa.

Pero ese volver a casa no duró, ni duraría nunca más, nada más que un par de semanas, luego volví a este país ajeno, lejano e impropio de mí. Impropio de mi cultura, de mi lengua, y de mi gente; estaba demasiado lejos de mis raíces, demasiado lejos de Sudamérica y no sabía bien cómo manejarlo. Sin embargo, ya mi madre me había dicho que tenía que quedarme, no me parecía tener más opciones.

Los primeros años mis papás pagaron los gastos de mi maestría, vivienda, comida, y cualquier gasto extra. El tercer año mi mamá dijo que considerando que ya tenía trabajo podía empezar a pagar mis propios gastos, y que ellos pagarían mis estudios hasta finalizarlos. Me parece curioso cómo tener los padres que tenía, nunca me causó gran admiración hasta que empecé a fijarme más en las historias de otros. Hoy por hoy, entiendo que mis papás dieron más de lo usual, y gracias a ellos goce de comodidades y facilidades que me dieron tranquilidad, pero también esquivaron mis oportunidades de crecer.

Aprendí a lavar la ropa por mí misma, si hacer uso de la lavadora y la secadora cuentan, aprendí a limpiar la casa, aprendí a cocinar, aprendí a llevar mis cuentas, aprendí a ir a las instituciones pertinentes para sacar mi documento de identidad y mi licencia. Aprendí a pasar los fines de semana absolutamente sola, aprendí que el frío trae consigo más cosas que solo cambios de temperatura, aprendí a pasar necesidad en silencio, y así una lista infinita de cosas que nunca habría aprendido estando bajo el ala protectora de mis padres.

Mis padres protectores, amadores, consentidores, dulces, preocupados, esmerados. Mis padres a los que poco les faltó para ponerme la comida en la boca y cambiar mis ropas aun cuando ya tenía más de veinte años. Mis padres por los que estoy profundamente agradecida, pues entiendo que todo lo hicieron desde el amor y lo que ellos entendían.

Tengo cinco años viviendo en el norte del continente americano, me he acostumbrado, medianamente, a hacerme cargo de mí misma y ser una adulta, y creo que ahora cuento con herramientas que antes no contaba. Aun así, sigo sintiéndome en un campo de batalla, que ciertamente no es Estados Unidos en sí mismo sino la vida. Vuelvo una y otra vez a la delicada memoria de mí misma envuelta en los brazos de mi padre, o la mirada extremadamente conmovedora de mi madre cuando me ve alejarme.

Con el pasar de los años he adquirido un sentido de independencia que no creo haber tenido realmente antes, y me siento, medianamente, orgullosa de vivir sola. Supongo que he crecido; pero, la niña que llevo dentro, que en realidad vive a flor de piel, me sigue preguntando cuando regresaremos a casa, a mis padres, a mi tierra… yo no tengo respuesta alguna para ofrecerle. En este campo minado que es el mundo, apostar por el siguiente paso parece ser solo para valientes, y yo tengo muy poca práctica con ese tema.