Hicimos las maletas y nos fuimos de viaje. Al principio, estaba muy emocionada con todo lo que estaba pasando, después de todo, uno no se muda a un nuevo país todos los días. Me sentía protegida y segura, como siempre, cuando estoy con mis papás. Mis papás que aun no sabiendo una gota de inglés, ni teniendo idea de la geografía de Boston, ni de cómo funciona el transporte público, ni nada; me trajeron a Estados Unidos, me buscaron un apartamento, me llevaron a la Universidad, y me enseñaron cómo usar la metrovía. Cuando mis papás se fueron, algo dentro de mí se quebró; sentía que se iba con ellos gran parte de mí, parte por la que me dedicaría a llorar los años siguientes.
Pensé que ya sabía lo que era vivir “por cuenta propia”, que haber vivido cinco años a tres horas de mi ciudad bastarían como entrenamiento. No tome en consideración que por cinco años enteros regresé a mi ciudad cada fin de semana, lleve a lavar la ropa a mi casa siempre, pase todos los Domingos en familia, y que nunca me faltó comida ni dinero. En Ecuador, estuve siempre bajo el resguardo de mis padres: resguardo físico, económico, emocional, psicológico, y espiritual. No sabía lo que era vivir sola en realidad, y todo lo que mi razonamiento infantil había considerado como independencia hasta entonces, no había sido más que una ilusión.
Había entrado en el campo de batalla sin protección alguna, sin un verdadero entrenamiento, sin previo aviso, y sin nada con qué defenderme. No sabía qué hacer, pero ya no tenía un punto de retorno tampoco. Me recuerdo a mí misma, una tarde de Octubre del mismo año, escribiéndole a mi madre que quería volver a casa, que no quería estar más en este país; y estaba cansada, triste y me sentía sola. Mi mamá me dijo que tenía que aguantar un poco más, y que en Diciembre volvería a casa.
Pero ese volver a casa no duró, ni duraría nunca más, nada más que un par de semanas, luego volví a este país ajeno, lejano e impropio de mí. Impropio de mi cultura, de mi lengua, y de mi gente; estaba demasiado lejos de mis raíces, demasiado lejos de Sudamérica y no sabía bien cómo manejarlo. Sin embargo, ya mi madre me había dicho que tenía que quedarme, no me parecía tener más opciones.
Los primeros años mis papás pagaron los gastos de mi maestría, vivienda, comida, y cualquier gasto extra. El tercer año mi mamá dijo que considerando que ya tenía trabajo podía empezar a pagar mis propios gastos, y que ellos pagarían mis estudios hasta finalizarlos. Me parece curioso cómo tener los padres que tenía, nunca me causó gran admiración hasta que empecé a fijarme más en las historias de otros. Hoy por hoy, entiendo que mis papás dieron más de lo usual, y gracias a ellos goce de comodidades y facilidades que me dieron tranquilidad, pero también esquivaron mis oportunidades de crecer.
Aprendí a lavar la ropa por mí misma, si hacer uso de la lavadora y la secadora cuentan, aprendí a limpiar la casa, aprendí a cocinar, aprendí a llevar mis cuentas, aprendí a ir a las instituciones pertinentes para sacar mi documento de identidad y mi licencia. Aprendí a pasar los fines de semana absolutamente sola, aprendí que el frío trae consigo más cosas que solo cambios de temperatura, aprendí a pasar necesidad en silencio, y así una lista infinita de cosas que nunca habría aprendido estando bajo el ala protectora de mis padres.
Mis padres protectores, amadores, consentidores, dulces, preocupados, esmerados. Mis padres a los que poco les faltó para ponerme la comida en la boca y cambiar mis ropas aun cuando ya tenía más de veinte años. Mis padres por los que estoy profundamente agradecida, pues entiendo que todo lo hicieron desde el amor y lo que ellos entendían.
Tengo cinco años viviendo en el norte del continente americano, me he acostumbrado, medianamente, a hacerme cargo de mí misma y ser una adulta, y creo que ahora cuento con herramientas que antes no contaba. Aun así, sigo sintiéndome en un campo de batalla, que ciertamente no es Estados Unidos en sí mismo sino la vida. Vuelvo una y otra vez a la delicada memoria de mí misma envuelta en los brazos de mi padre, o la mirada extremadamente conmovedora de mi madre cuando me ve alejarme.
Con el pasar de los años he adquirido un sentido de independencia que no creo haber tenido realmente antes, y me siento, medianamente, orgullosa de vivir sola. Supongo que he crecido; pero, la niña que llevo dentro, que en realidad vive a flor de piel, me sigue preguntando cuando regresaremos a casa, a mis padres, a mi tierra… yo no tengo respuesta alguna para ofrecerle. En este campo minado que es el mundo, apostar por el siguiente paso parece ser solo para valientes, y yo tengo muy poca práctica con ese tema.